¿Qué hubiese pasado si no hubieras cumplido esa orden?
…en el capítulo anterior
El mechón de pelo castaño, rizado, que le caía
sobre el lado izquierdo de la cara ocultando el ojo a Claudia B. cuando salió a
abrirte la puerta, seguía teniendo el mismo efecto turbador. Todo está como lo
recordabas desde la última vez que estuviste allí en marzo del 36. La mujer observa
cómo escudriñas los rincones del salón, sentada en una butaca junto a la
ventana. «Sírvete tú mismo», indica señalándote una mesa de cristal en la que
hay una botella de whisky y otra de agua, vasos, hielo y unos cigarros de los
buenos, junto a un encendedor. Estaba esperando la visita, piensas. «Tomaré agua fresca», dices al ver cómo ella
se sirve un trago generoso, sin hielo, intrigada por tu aparición sin motivo
aparente. Lejos de incomodarte, la situación te divierte.
Se oye un vozarrón que
identificas al instante: «¡Estamos barriendo a esos bolcheviques! ¡Muy pronto
haremos la revolución pendiente!». Entró un vendaval azul en el salón que se
calma en cuanto Salvador R. se percata de tu presencia. «Debías haberme avisado
de la llegada del camarada inspector, Claudia», le dice a la mujer, besándola. «Comisario,
si no le importa», lo corriges. «Permíteme que te felicite». «Tampoco debemos
exagerar», le respondes sin ocultar el desagrado. «Estabas ocupado y al
comisario ya lo conocemos», arguye Claudia, mientras su esposo tomaba asiento
junto a ella. «¿Qué tal el viaje a Berlín?», les preguntas. «Llevas el oficio
metido en la sangre», te recrimina Claudia. «Los polis cambiamos poco, el
trabajo siempre es el mismo», contraatacas. «Reprimir», prosigue. «Hacer
cumplir la legalidad por desagradable que sea», apostillas. «Hacíais lo que os
salía de los cojones», casi te escupe Claudia. «Algunos», contestas lacónico. «Cinco
meses en la cárcel y lo mejor fue verte la cara cuando me tuviste que soltar»,
interviene Salvador, que había permanecido en silencio. «Cumplía órdenes, no
fue por gusto».
Las imágenes del caos de
aquellos días se agolpan en la memoria, dejando flotar una pregunta que te
persigue: ¿qué hubiese pasado si no hubieras cumplido esa orden? Todo estaba
preparado…
Sacas el retrato de Almudena
y lo pones encima de la mesa. Ambos la reconocen. «Resultará que era una
ladronzuela», sentencia la mujer en tanto que Salvador guarda silencio. Cabía
esperar que tal comentario. «No se precipite. Ha aparecido muerta en la Manigua»,
le cuentas. La única reacción que observas es la de Claudia. Su esposo sigue
muy lejos de allí. «El hambre es un tumor moral», farfulla Salvador sin mirar a
nadie. «Es posible, pero empecemos por saber quién lo hizo», admites. «¿Piensas
que lo hice yo?», ahora sí te mira directamente. «¿Cómo la contrataron?»,
preguntas a tu vez, al ver que está entrando en tu terreno. «La portera nos la
envió porque vino buscando trabajo y sabía que nosotros necesitábamos a una
sirvienta. Parecía buena chica, limpia y hacendosa», te responde Claudia. «¿Es
de fiar la portera?». Sabe por dónde vas y te responde: «Eso es mejor que lo
respondas tú». «Me muevo en otros ambientes», zanjas la cuestión. «¿Quieres
saber si me la follaba?», interviene de nuevo Salvador. «No estaría de más». «Jamás»,
concluye. «¿Cuándo se marchó la última vez que la vieron?». «A eso de las ocho». «¿Dónde estaban hace
cinco días a eso de las nueve de la noche?». «Esperaba a Claudia para ir a una
fiesta al Cervantes». Recuerdas las voces cuando hablabas con el Marquesito. Ya
era casualidad y mala suerte, porque ibas de cabeza al avispero pero algo te
decía que por ahí debías seguir.
Es Claudia quien te acompaña
a la salida, aprovechando para decirte al oído un: «Siento mucho lo que pasó»
que te suena sincero.
Carlos Martínez Carrasco