Aunque al principio el policía solo aparecía para disparar por la espalda al gánster, no faltan películas que lo han encumbrado
A lo largo de las décadas, el cine negro nos
ha regalado policías de todos los colores. Los ha habido honestos, pero no han
faltado, ni mucho menos, los corruptos. Algunos —unos pocos— han respetado el
juego democrático y los derechos de sus detenidos, pero abundan los que han
empleado la fuerza bruta. Ha habido mentes despejadas que trabajaban de manera
eficaz y también los ha habido obsesivos, consagrados al cumplimiento de una
venganza personal. A unos les ha gustado trabajar de por libre, otros han preferido
apoyarse en el equipo y tampoco faltan los “colegas a la fuerza”, que han
tenido que aceptar al compañero, aunque sea a regañadientes…
No obstante, lo curioso del cine negro es que
también ha sabido acercarnos a los problemas de la
calle prescindiendo del policía, a lo sumo dándole el papel
del secundario molesto dispuesto a arruinar la fiesta. Hay
multitud de títulos en los que el protagonismo recae en los personajes del
submundo delictivo, llegando a producirse un curioso ensalzamiento de éstos,
convertidos en héroes trágicos que sucumben a la fatalidad en la jungla de
asfalto.
Hank Quinlan, Frank Serpico, Harry Callahan, Bud White...
Desde esa óptica, los policías son personajes
a evitar, una clara amenaza para el antihéroe, mostrada de forma impersonal y reducida a un
simple uniforme del que hay que huir. Cuando el cine adopta el
punto de vista del marginado o el inconformista, el policía acaban ocupando un papel marginal.
Así se plantean muchas cintas
de gánsteres, esos personajes ambiciosos que buscan el
triunfo personal a cualquier precio, dejando por el camino unos cuantos
cadáveres. No deja de ser una cruel parodia de la
cultura norteamericana del éxito, del self
made man, tan arraigada en los años veinte.
No es de extrañar que la popularidad de
películas como Hampa dorada (Little Caesar, 1931), Scarface, el terror del hampa (Scarface, 1932), o Los violentos años veinte (The
roaring twenties, 1939) molestase en ciertos sectores. Edgar Hoover, jefe del FBI, definía estos títulos como “esos films que glorifican más a los delincuentes que a la policía”. Carlos F. Heredero y
Antonio Santamarina señalan acertadamente en su ensayo El cine
negro (Editorial Paidós, 1996) que el género “contempla el sueño americano
a través de un vidrio oscuro”.
No obstante, ya en aquella época hubo películas que dieron el protagonismo a la
policía, y no precisamente con intenciones críticas...
David G. Panadero