¿Cómo
será la película? ¿por qué, cual ensalada de pepino, se repite implacable su
emisión? ¿Quién irá a verla?; en definitiva, ¿qué sucede en ese cine durante su
proyección?
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¿Y cómo será esto...? |
Inverosímilmente estrangulado
entre la calle de San Bernardo (una pizca pasado Quevedo, un par de miajas
antes de Ruiz Jiménez) aguarda un callejón, o quizás pasarela, que devendría
inadvertido hasta para el mismísimo Óscar Urra -ese gran conossieur de
rincones ocultos, edificios espectrales y marquesinas agazapadas diseminadas
por la Villa y
Corte- de no ser por un acusador cartel que, aún esquilmaldos sus colores por
el martilleo inclemente de la luz solar, pregona una serie de películas que se
ofrecen al final de la callejuela, en una sala que responde al nombre tan
pomposo como modesto de Pequeño Cine Estudio.
y el paso firme de quien sabe
que va a cumplir el destino irrevocable
Así, el curioso e impertinente
peatón que se tope con el cartel y advierta que su curiosidad se excita cual
incontinente comezón hará bien en emprender no más de un centenar de pasos y
entrar en una burbuja espacio–tiempo hasta arribar a un recinto ajeno a los
edificios de oficinas y casas decimonónicas que bruñen las calles que recorren incesantes
los magníficos excéntricos y formidables cotidianos que pueblan el irrepetible
barrio de Chamberí.
Es en ese desubicado cine –más
propio de un recodo de la
Pigalle en los años 40 o de una esquina del Greenwich Village
más sesentero– donde con asombrosa contumacia y tozudez se vienen
proyectando, desde hace más de tres décadas largas, programas cinematográficos
concebidos por mentes tan afiebradas como desnortadas.
Así, de los exhaustivos ciclos bogartianos
(que afectaron, quizás irreparablemente, a la actual generación en el poder) de
la época inicial de la
Transición , pasando por las panorámicas del más glorioso e
infecto cine porno en los años 80 (que afectaron, irremediablemente, a la
actual generación en la miseria. La mía, dicho sea de paso) se ha desembocado
en los programas actuales pergreñados por un deus ex machina tan
estrambótico como esquizofrénico.
Así, uno de los placeres que con
mayor delectación puede saborear un aborigen del barrio es detenerse en sus
deambulares frente al tantas veces mentado cartel y silabear sin prisa y con
pausa los títulos que se proyectan en el Cine Estudio, y, por muchas décadas
que pasen, nunca dejará de maravillarse por la presencia impertérrita e
impasible en los programas del cine de “Carl Gustav Jung”, película que se
lleva exhibiendo desde hace más de un lustro, batiendo records de
permanencia no ya en las maltrechas carteleras nacionales (que también) sino en
las internacionales.
Surgen entonces, inevitables, las
preguntas cuya carencia de respuesta hace que la mente aberre (de)genera en
obsesión: ¿Cómo será la película? ¿por qué, cual ensalada de pepino, se repite
implacable su emisión? ¿Quién irá a verla?; en definitiva, ¿qué sucede en ese
cine durante su proyección?
No reúno el valor suficiente para
recorrer ese callejón que desemboca en el cine: ¿y si desaparezco? ¿y si es una
calle tomada? Apremiado estoy de
acudir a Fernando Cámara para que con su experiencia, saber y gobierno dirima
mis dudas y cuitas. Pero no. Lo descarto por hombría. Sé que debo enfrentarme
solo a este enigma atroz. Decido, entonces, apostarme en un banco cercano que
me permita otear a complacencia el malhadado callejón y veo desfilar hacia él a
una variopinta caterva con aspecto que, para entendernos, bien podríamos denominar,
friki y marginal: contables, amas de casa, tenderos, monaguillos, fresadores,
tertulianos, padres de familia, e, incluso, algún miembro de la Junta de Distrito. Todos,
sin embargo, compartían la solapa alzada, la mirada baja e imantada, el aire
difuso, obnubilado y sonámbulo, el andar taciturno y el paso firme de quien
sabe que va a cumplir el destino irrevocable que justifica, valida y ampara una
existencia plena.
Sé que no debo permanecer mucho
más tiempo frente al callejón o mis pies se verán arrastrados magnéticamente y
formarán parte de la corriente humana que absorbe el pequeño Cine Estudio
diezmando las filas que conforman el vecindario chamberilesco y sé, al tiempo,
que si no soy capaz de saciar mi curiosidad y apre(h)ender qué esconde el film
seré incapaz de realizar durante el resto de mi devenir cualquier tarea -por
nimia o insignificante que sea- (in)útil
o (in)coherente.
Así, me arrastro y, entre
estertores y tambaleos consigo alcanzar el mostrador de la Biblioteca Central
donde pido, con la mirada delirada de un yonki y la voz desfallecida de un
desahuciado, un ejemplar en DVD de “Carl Gustav Jung”. Los ojos inyectados en
salmorejo de la bibliotecaria, su mirada succionante, su gesto de asombro y,
pena y desdén me confirman que sabe de qué le hablo. Un ingrávido y gentil
-como pompa de jabón- beso en los labios –no puedo evitar preguntarme si será
el de la muerte- al entregarme una copia de la película que saca de su regazo
me refrenda que, a partir de ahora, debo caminar solo.
Una vez refugiado en el útero de
mi casa (el sofá) y tapada con pez la puerta saco el disco del estuche mientras
mi mirada resbala sobre la ficha de préstamos para comprobar, espantado, que
cada semana (el máximo plazo permitido) desde hace un trienio se suceden con
puntualidad británica y rigor merkeliano los arriendos del DVD. Tan
intrigado como aterrado y fascinado pulso, con un temblor, el botón de “arre”
del aparato reproductor (se entiende que de DVD´s) y dejo que mi mirada se
impregne de las imágenes que germinan en la pantalla.
Un tipo barbudo, mal duchado, y
aturullado brota en mi televisor (honradamente adquirido tras un año, siete
meses y un día recortando cupones del lomo del periódico y pegándolos con
esmero y aplicación de colegial en la cartilla ofrecida junto al dominical de
mi periódico favorito) y se pone a hacer chistes que se juzgarían indignos -por
elementales– de ser contados en el patio de un colegio o en el plató de
“Buenafuente” (¡Háganse un idea!).
La tortura, si bien intensa, es,
afortunadamente, breve y, sin apenas solución de continuidad, el reproductor
regurgita en pantalla ¡durante una hora y cuarto! Un plano fijo de un anciano -deduzco
que será el Carl Gustav Jung del título- que no deja de hablar y hablar.
Durante su perorata el carcamal
no duda en reconocer la seminal aportación de Sigmund Freud a la psicología
moderna (en esencia: dar carta de naturaleza a la palmaria evidencia de que en
vista de todos y todas estamos -quien más, quien menos– mal follados/as nuestro
subsconsciente está hecho un asco) para, a renglón seguido, demolerla sin
prisa, pausa o piedad.
Así, en un anglosajón a
dentelladas alemanas, el Tito Carl enhebra una homilía mascullada entre la irritación
y la condescendencia, entre la ironía y la comprensión, entre el didactismo y
la misericordia, en la que desglosa, desgranando con delectación, sílabas,
hiatos y diptongos, la letanía completa de anhelos incumplidos, frustraciones
magnificadas, intuiciones traidoras, quimeras enfebrecidas, sueños veraces y
mentiras verosímiles que -se ponga como se ponga el reprimido de Sigmundo- nos hacen y deshacen.
Fascinado y hechizado por el
verbo del Yayo entiendo por fin la pira de vecinos que, religiosamente, acude a
escucharle y que amparados en la espectral luz de una sala de cine se deja
seducir por un viejo vulnerable que les achaca y explica la absoluta nada de su
existencia, las imposturas de sus vacíos y la inutilidad de sus yos.
Hasta que, una vez finalizada la película, salen a la calle San Bernardo
sabiendo, inertes y desarmados que, irremediablemente, volverán al cine, una y
potra vez, a escuchar -hasta la demencia, la locura y la inanición- las
palabras certeras, letales e incandescentes emitidas por un abuelo sarcástico y
fatal a través del tiempo.
Debo llamar a Fernando Cámara y -con DavidPanadero como guardaespaldas- para que recorran junto a mí el callejón y
entremos en el cine a comprobar si mi tesis es cierta. De serlo (y de ello no
tengo la menor duda) quizás alguno de los tres pueda escapar con su equilibrio
mental intacto y gritar a los cuatro vientos la metástasis implacable que
recorre Chamberí y abduce, anula y aliena a sus vecinos.
Quizás, tal vez haya suerte y,
antes de que le devore la insana, alguien, iluso e implacable, le escuche y
evite nuestro implacable final.
Luis de Luis